Azúcar, el enemigo en casa

Comer un día chuches en un cumpleaños no tiene nada de inocente ni de inofensivo. Forma parte del aprendizaje de una ingesta enfermante.

La prevalencia, en edades cada vez más tempranas, de enfermedades alimentarias como la obesidad, que a su vez multiplica el riesgo de padecer otras como cáncer, diabetes, cardiopatías y enfermedades autoinmunes, es un hecho. También lo es la evidencia científica que vincula esta epidemia con el desplazamiento de la dieta mediterránea (legumbres, frutas, verduras, carne en proporciones razonables y agua) por nuevos hábitos alimentarios (exceso de carnes, grasas, sal, alimentos procesados y transformados y, en particular, azúcar refinada presente en las chuches).

Este cambio alimentario no es natural ni inocente. Está promovido por la agroindustria, su sector transformador y la gran distribución que nos atiborran de herbicidas, fungicidas, insecticidas, colorantes, conservantes, saborizantes, emulgentes, etc.

Sufrimos con la presencia cotidiana de enfermedades que nos matan o arruinan nuestra calidad de vida. Sabemos que crecen, entre otras cosas, por el empeoramiento de nuestra dieta. Sin embargo nos parece normal que, en un acto vinculado al disfrute, el juego, la comida y la socialización de nuestros niños y niñas, aparezca como algo bueno un verdadero asesino: el azúcar refinado y las sustancias de síntesis que son el único contenido de las chuches. Un acto social infantil contiene un efecto “educativo” poderoso que debemos utilizar para crear buenos hábitos alimentarios y no al contrario.

El problema, no son los deseos irracionales inducidos en nuestros niños y niñas, sino la ambigüedad y la falta de conocimientos de las personas adultas. Argumentos como “no tiene importancia, siempre que sea ocasional” “l@s niñ@s disfrutan” o “no puedo estar enfrentándome todos los días y a todas horas con todo el mundo” son expresión de nuestra pusilanimidad ante, nada menos, que la salud de nuestr@s hij@s.

Este hecho, contradictorio con el amor que sentimos por ellos, dice mucho de la construcción de nuestra propia personalidad en la sociedad consumista y domesticada por la publicidad. Elegimos voluntariamente la comida que nos mata, la cultura que nos envilece y los políticos que nos mienten. Lo sabemos, pero seguimos haciéndolo.

Las enfermedades alimentarias por exceso y toxicidad de los alimentos industrializados en el primer mundo y por el hambre en los países empobrecidos, no van a ser resueltas por las multinacionales y los políticos causantes de la inseguridad alimentaria.

La educación en la familia, debidamente coordinada con la educación en la escuela y, a ser posible, en los medios de comunicación, debe proponerse una tarea fundamental: enseñar a nuestros niños a disfrutar haciendo el bien. El bien es el conjunto de actos y deseos que permiten una vida segura, cooperativa y sostenible para todos. El mal, por el contrario es el conjunto de actos, deseos y valores que fomentan el individualismo y la competitividad causantes de las catástrofes económicas, alimentarias, ecológicas y democráticas que padecemos.

Si, desde las familias, consideramos democrático dar oportunidades a los mercados y los mercaderes que atentan contra nuestro empleo, nuestra vivienda, nuestra salud, nuestra alimentación, nuestra educación, nuestra sanidad y nuestras libertades, nos estamos equivocando mucho.

La actitud más razonable, contando con la enorme presión existente a favor del veneno que suponen las chuches, es que no hagamos concesiones. Si no defendemos nosotros a nuestros propios hijos, ¿quién les va a defender?

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