La ruleta rusa de la energía nuclear

Resulta imposible evaluar la magnitud de la catástrofe nuclear que en estos momentos se  está gestando en el complejo atómico de Fukushima Daiichi, Japón, tras el terremoto-maremoto del pasado 11 de Marzo.  Varios son los motivos que impiden un juicio lúcido al respecto. El primero, y más obvio, es que la situación dista mucho de estar bajo control. A día de hoy (21 de Marzo), 10 días después del comienzo del accidente, dos columnas de humo procedentes de los reactores dos y tres del complejo han obligado a un nuevo desalojo generalizado. Por tanto, en su acepción reducida de acontecimiento técnico, la crisis sigue abierta. El segundo motivo que impide conocer y valorar el alcance de este desastre es el aplazamiento en el tiempo de sus consecuencias.

Más allá del suceso mediático, que se hará coincidir con las fugas radioactivas y terminará con el fin de las mismas, los efectos sociales y ecológicos de la radiactividad liberada irán perfilando las verdaderas dimensiones de este cataclismo sólo a lo largo de las próximas décadas. Un último factor no puede obviarse a la hora de intentar  juzgar los hechos. Como  argumentaba Jaime Semprun en 1980, los estados concentran, al mismo tiempo, el monopolio de la definición del riesgo nuclear y el monopolio de la información en caso de problemas. ¿Quién puede, entonces, garantizar la transparencia y la veracidad de la información que llega de Japón? ¿De quién podemos fiarnos, si como constata Yuli Andreyev, antiguo viceministro soviético de energía atómica,  no hay en el mundo ni un solo organismo independiente vinculado a la industria nuclear? En definitiva, ¿qué tipo de juicio puede existir cuando se es juez y parte en un conflicto? ¿Qué tipo de debate nuclear puede darse en el marco de una sociedad cuando la verdad está secuestrada por el discurso técnico, que nunca es neutro ni inocente?

Que  todavía sea imposible valorar lo que está ocurriendo en Japón oculta una realidad  mucho más grave: que algo así pueda ser, de algún modo, valorado.  El mismo tipo de lógica demencial que crea las condiciones de posibilidad para que nuestros tecnócratas apuesten por la carta nuclear, hipotecando el futuro de nuestra especie y obligándonos a vivir bajo una amenaza y una vigilancia permanentes, es la que hoy establece la mirada predominante sobre el accidente de Fukushima, que es una mirada con  un enfoque  de costo-beneficio. Mi postura quisiera romper este falso esquema de percepción e interpretación. La energía nuclear es tan sumamente nociva, sus implicaciones y ataduras tan profundas, su existencia tan absurda e irracional, que no cabe ninguna negociación o cálculo, sólo su abolición, radical y unilateral. Sin embargo, y dado lo utópico de esta intención, es preciso entrar a regañadientes en el debate nuclear, porque a pesar de lo amañado del mismo, nunca se han dado en este tema condiciones tan claras para que la verdad sea, de nuevo, profundamente revolucionaria.

Los Amigos de Ludd señalan que ninguna reflexión técnica sobre la producción de energía debe realizarse sin analizar antes a que fines sirve el consumo energético: “que se sitúe en el centro la cuestión más importante: a donde nos lleva el cumplimientos de ciertas necesidad –transporte, climatización, transformación industrial, etc.- y donde queda la oportunidad para el escrutinio de cómo queremos y de cómo podemos vivir” (Amigos de Ludd, 2006)  Y es que al igual que los técnicos, la energía nunca es inocente: su  necesidad la determina un modo de sociedad; por otro lado tampoco es neutra: el uso socialmente masivo de un tipo de energía genera pautas sociales y dependencias muy profundas. Sin embargo, y aún  compartiendo la idea de Los Amigos de Ludd, creo que resulta más fértil, de primeras, aceptar el debate técnico. Dado que el debate técnico es socialmente preponderante, está fuertemente legitimado y las fuerzas que presentamos conflicto y alternativa al mismo somos tan débiles,  al asumirlo hasta sus últimas consecuencias (hasta llegar a agotarlo) es mucho más fácil dar el salto social al verdadero debate, que es el debate y la lucha política por el tipo de sociedad que debemos y queremos construir.

Las fugas radioactivas de Fukushima están dando un vuelco a  la polémica sobre la energía atómica. Esta polémica ha sido avivada, en los últimos 5 años, por parte de un lobby que trabaja tenazmente por el retorno de lo nuclear  tras la larga sequía impuesta por la moratoria de los 80. La contraofensiva nuclear ha aprovechado la necesidad objetiva que impone el recambio energético de nuestras sociedades modernas ante el cénit del petróleo. Curiosamente, se ha mostrado amparada en coartadas ecologistas,  como la lucha contra el cambio climático, en una muestra perfecta de lo serán esos discursos del nuevo capitalismo verde que el ecologismo más ingenuo e inocuo está ayudando a levantar con su miopía política y social. Y cuando parecía que la renuclearización del mundo era ya incontestable, el accidente de Japón la ha cuestionado en su talón de Aquiles, la seguridad, provocando un clima de alarma social que ha tenido resultados políticos casi inmediatos, con la paralización y revisión de diversos programas nucleares en el mundo, desde Alemania a Venezuela. Por ello no extraña que en este país durante la última semana las voces del lobby pronuclear hayan ocupado masivamente los medios de comunicación, en una movilización sin precedentes, que ha cumplido el papel de una  suerte de guerra mediática preventiva ante un previsible y más que justificable cuestionamiento social del renacer atómico.

Lo primero que es necesario apuntar es que esta ofensiva mediática se ha levantado sobre las mentiras más burdas. Como el argumento de la seguridad ha quedado completamente desautorizado, han repetido  hasta la saciedad sus apologetas que con un aporte del 20% a nuestra energía consumida, la opción nuclear es irrechazable. Que prescindir de la energía nuclear arrojaría a nuestras sociedades al neolítico. Que la opción nuclear es la última salvación de la civilización ante el agotamiento de los combustibles fósiles. Que por todo ello, lo nuclear es un riesgo que merece la pena correr, a pesar de pequeños resbalones imprevisibles, como lo sucedido en Japón.

Juguemos a su juego y aterricemos en los datos. El verdadero 20% del  aporte nuclear es en el conjunto de la energía eléctrica, que no alcanza a su vez el 20% de la energía primaria. Las matemáticas más simples nos indican que, por tanto, el auténtico peso de la energía nuclear en el mix global de nuestras necesidades energéticas debe estar en torno a un 6%. Concretamente, en el año 2000, la energía de fisión nuclear apenas aportaba el 6,8% de la energía primaria del mundo, toda ella en forma de energía eléctrica, a través del funcionamiento de 440 centrales nucleares por todo el globo. Al actual nivel de consumo, las reservas de uranio probadas se agotarán en 64 años  (Coderch, 2004). Hay que tener en cuenta que el tiempo medio de construcción de una central nuclear está entre 10 y 15 años, que para cubrir un 80% de nuestras necesidades primarias de energía hacen falta unas 7.200 nuevas centrales nucleares por todo el mundo y  que esta faraónica empresa a precios de principios del siglo XXI supondría una inversión de 20 billones de dólares (aproximadamente el doble del PIB de EE.UU) (Coderch, 2004). Y esto sin contar con la inmensa reconversión industrial que implicaría electrificar todo lo que hoy funciona con motores de explosión. Si resultan irrisorios estos propósitos, imaginad lo rápido que se agotaría el uranio con 6700 nuevas centrales funcionando. Del mismo modo, la energía nuclear nunca ha sido competitiva ni barata, aún aceptando el estrecho modo de pensar del cálculo económico. No hay que olvidar que nos encontramos ante un sector fuertemente protegido y subvencionado políticamente, que externaliza además costes medioambientales y sociales incalculables. ¿Quién responderá económicamente ante el accidente de Fukushima, Tokyo Electric Power, la empresa operadora de la central, o el pueblo japonés? Como defiende Marcel Coderch, es ingenuo pensar que la moratoria nuclear de las últimas décadas ha sido fruto de la presión popular tras los accidentes de Three Mille Island y Chernobil. Aún influyendo, el factor central del parón nuclear hay que buscarlo en su demostrada ineficiencia económica, que se manifestó tras el alza de los precios del petróleo tras el embargo de la OPEP del 73 (pues aunque a sus defensores les cueste imaginarlo, la energía nuclear es profundamente dependiente del petróleo, en las fabricación de las  centrales, en el transporte de los materiales y muy especialmente en la extracción del uranio).

Esto son los datos del debate técnico, que demuestran no sólo los déficits morales de los mercaderes que nos dominan, cosa que no debería sorprender a nadie, sino también un nuevo elemento histórico a considerar: el deterioro de la inteligencia estratégica del poder. Frente a esa creencia arraigada en la cultura popular contemporánea, que percibe en todo indicios de una gran conspiración meticulosa, el estrés competitivo de la lucha entre capitales y la hiperespecialización del proceso productivo nos puede estar conduciendo al escenario contrario: una descomposición caótica y desordenada del sistema capitalista; quizá sea más útil, en ese sentido, entender nuestra época no como el capitalismo del desastre, sino como el desastre del capitalismo.

A pesar de lo claro y contundentes de los datos que han sido expuestos,  nuestra rabia, nuestra indignidad y nuestra razón van mucho más lejos, hasta un nivel cualitativamente distinto. La energía nuclear implica una suerte de “pacto faústico”, un desafío inédito de la sociedad respecto  al tiempo y a sus propias instituciones, pues la vigencia radioactiva  de los residuos nucleares, y por tanto el compromiso social de su administración y vigilancia (con todas sus hipoteca técnica), alcanza las decenas de miles de años, mientras que apenas ninguna sociedad en la historia humana ha demostrado periodos de estabilidad política y seguridad institucional consolidada  de más de un siglo.

Y es que más allá de cualquier posibilidad técnica,  no queremos vivir obligados a gestionar “ese pequeño pedazo de infierno” que es, en palabras de Junk, el residuo nuclear. No queremos vivir sometidos al centralismo tecnocrático y autoritario que impone la energía nuclear, irreconciliable  con la más mínima idea de democracia. No queremos vivir rodeados por verdaderas  armas de destrucción masiva que detonarán en cualquier guerra, disturbio, incidente técnico, fallo eléctrico o inclemencia natural que las afecte, desde una tormenta solar a un atentado, desde una depresión económica a un seísmo. Para los que aún se escudan en un provincianismo ridí
culo (como si las nubes radioactivas supieran de fronteras) y argumentan que España no tiene la actividad sísmica de Japón, un recuerdo incómodo. En el año 1755, Lisboa, y con ella una buena parte de la Península Ibérica, fue sacudida por un terremoto de escala 9 seguido por un fuerte tsunami, similar al acontecido en Japón. Este suceso, lejos de ser una rareza, es parte de una serie de movimientos sísmicos que tienen lugar frente al Cabo de San Vicente aproximadamente cada 250 años. Echen cuentas.

En definitiva, rechazamos la energía nuclear porque no  tiene sentido vivir jugando a la ruleta rusa con una pistola energética que, más tarde o más temprano, nos va a disparar y herir de muerte. Y  no sólo a nosotros, si no al conjunto de generaciones humanas durante miles de años.

Y por supuesto, a diferencia del ecologismo políticamente correcto, y profundamente cómplice en la catástrofe medioambiental en ciernes, hay que tener el valor de decir lo indecible: no se trata de buscar una alternativa técnica, si no una alternativa social, con todo lo que ello implica. Aunque sus proyectos son imposibles,  los defensores de la energía nuclear no mienten cuando argumentan sobre la impotencia de las renovables o la escasez de combustibles fósiles a la hora de justificar sus planes. El actual nivel de consumo energético, además de injusto e inmoral,  es insalvable. Por ello, el gran tabú de nuestro ethos económico debe convertirse en la nueva idea-fuerza de la subversión social.  El freno al crecimiento, “la caída brutal de la producción prehistórica” que decía Debord invocando a Marx,  que revuelve por igual a neoliberales, socialdemócratas y verdes como una pesadilla, y que ningún tertuliano, especialista o político se atreve a poner encima de la mesa salvo para invocar un terrible fantasma, tiene que convertirse en el eje de confluencia de todos los esfuerzos emancipadores de nuestra época.

El capitalismo, como  civilización de la mercancía, genera un tipo de pensamiento colectivo (cuantitativo, abstracto, cortoplacista, separado y parcial) que está profundamente incapacitado para comprender que hay cosas que no son, ni deben ser nunca,  tasables, calculables o  negociables. Nuestra vida, nuestra salud, y las de todas las generaciones que tomarán nuestro testigo, es un ejemplo. Y esto nunca será asumido desde arriba. En el mejor de los casos, lo  impondremos desde abajo, mediante la única forma con la que los nadie podemos tomar parte en aquello que nos afecta: mediante el conflicto y la lucha. Que por cierto estarán siempre en las antípodas de un voto.

Bibliografía

Bajo el Volcán. Amigos de Ludd, 2006.

El espejismo nuclear. Marcel Coderch, 2004.

La nuclearización del mundo. Jaime Semprun, 1980.

Crisisenergetica.org