La digestión empieza en la boca

Comemos deprisa, engullimos porque siempre estamos con el tiempo contado y cuando tenemos tiempo, también comemos deprisa porque esa es nuestra costumbre.

La buena masticación es un hábito perdido. Esa pérdida nos conduce a una desconexión con los alimentos que ingerimos y con la naturaleza.

Comemos, bebemos, hablamos en exceso durante la comida, nos sumimos en la inconsciencia del propio acto de alimentarnos y ahí comienza nuestra mala digestión, lo que nos lleva directamente al ensuciamiento y la toxicidad porque, a menor tiempo de masticación, peor asimilación de nutrientes, más gasto de energía digestiva y más acumulación de desechos.

Nuestra digestión se produce en fases diferentes y, para conservar una buena salud, todas ellas deben hacerse bien. Cuando empezamos a masticar, rompemos las membranas de los alimentos con los dientes. Bajo este desgarro y molien­da, se liberan las enzimas y los ácidos del alimento, lo que provoca que nuestras glándulas salivares liberen nuestro bi­carbonato sódico particular, en forma de saliva, para empezar a alcalinizar lo que comemos. Una vez que esto sucede, la comida empieza a digerirse por sí sola.

Los alimentos crudos contienen las enzimas suficientes para su degradación, pero la digestión depende de una lenta y pausada masticación. Si los alimentos son cocinados y no masticamos bien -so­bre todo si el alimento es un almidón que depende por completo de las enzimas de la saliva para su desdoblamiento- la di­gestión no se inicia de la forma adecua­da. Y ¿qué ocurre entonces? Pues que ni las enzimas presentes en los alimentos  han sido liberadas, ni el bolo alimenticio llega con las enzimas de la saliva sufi­cientes al cardias ni al estómago, por lo que éste continúa su marcha con los pro­cesos digestivos inacabados.

Cuando el alimento llega al duodeno, la digestión se completa con las enzimas secretadas por el páncreas que se queda con toda la carga de una mala digestión. El páncreas no puede lidiar toda la vida con este trabajo excesivo, consecuencia de una deficiente masticación y una mala diges­tión, lo que conduce a su hipertrofia, pan­creatitis o diabetes.

Hay varios tipos de enzimas diges­tivas, pero hay cuatro importantes que deben hacer su aparición dependiendo del alimento que comemos:

1.) las amila­sas (digieren almidones);

2.) las celulasas (descomponen la fibra vegetal) además estas deben provenir de las plantas, se encuentran en su fibra misma y se deben liberar en el proceso de masticación;

3.) las lipasas (degradan grasa y aceites en ácidos grasos);

4.) las proteasas (degra­dan las proteínas en aminoácidos).

Una buena masticación y una buena insalivación, facilitan el trabajo a nuestro aparato digestivo y nos ayudan a econo­mizar energía, aportando las enzimas ne­cesarias para que los procesos de asimila­ción y nutrición sean adecuados. También sirven para estimular nuestras defensas inmunológicas por la absorción -median­te la mucosa de la boca- de una hormona presente en la saliva llamada parotina. Este efecto se desaprovecha al tragar rá­pido, pues la hormona es inactivada por las secreciones del tubo digestivo.

Por tanto, hagamos en nuestra vida espacio y tiempo para comer, disfrutemos de los alimentos, de lo que entra en nues­tro cuerpo para nutrirnos y vitalizarnos. La masticación lenta y pausada es un há­bito que deberíamos recuperar. Un tiem­po de dedicación, amor a la vida y a noso­tros mismos. Una contribución a nuestro cuerpo saludable.

Lucía y Jorge

“Limpieza del hígado y de la vesícula”. Andreas Moritz. Ed. Obelisco. 2012. 250  págs.

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