¿Qué hace esa fresa globalizada en tu mesa?

Tradicionalmente la fresa y el fresón procedían de Aranjuez. Su sabor era exquisito y su temporada de consumo comenzaba en mayo durando algo más de un mes. El mercado mundial permite que, ya en enero, tengamos fresas a nuestra disposición. Este “milagro” se debe a diversos factores: a) la selección de variedades más tempranas, insípidas y de menor calidad nutritiva; b) la contaminación de aguas y suelos por el empleo de fertilizantes, herbicidas e insecticidas químicos y c) la destrucción de la fertilidad de la tierra compensada a corto plazo por los fertilizantes químicos y la explotación del trabajo. Pocos cultivos simbolizan la globalización alimentaria como el de la fresa de Huelva. Veamos sus rasgos.

La fresa es un cultivo industrial a escala mundial que aprovecha las ventajas económicas de cada lugar. Unos cuantos municipios de Huelva se han especializado en producir fresa en un monocultivo que, concentrado en 7.000 hectáreas, es el segundo productor mundial después de California. La mano de obra inmigrante es contratada en origen en Ecuador, Polonia y Rumania. Su destino final son los mercados de alto poder adquisitivo de Europa situados en Francia, Alemania y Reino Unido. Las multinacionales alimentarias realizan la investigación y producción de variedades en California, los semilleros en Valladolid y el cultivo en Huelva.

Los precios están controlados por las multinacionales. Al comienzo de la temporada los precios al productor están altos. Según avanza la campaña y concurren más productores de distintas zonas, la gran distribución comienza a imponer precios más bajos. Al final de la campaña, los precios son tan bajos que no compensan la recogida del fruto que se abandona en la tierra.

El alto consumo de fertilizantes, plásticos, pesticidas y mano de obra obliga a las explotaciones más pequeñas a endeudarse con los bancos.

Esta violencia competitiva produce la deslocalización productiva, la ruina de los pequeños agricultores y los movimientos migratorios. La inversión para conseguir variedades más tempranas y adelantar el cultivo, implica asumir mayor riesgo de heladas y la posible aparición en el mercado de fresas procedentes de climas más benignos, que se adelantan de forma natural y son más baratas. Estos problemas acaban aumentando la explotación y precarización de l@s trabajador@s del campo (reducción de salario, alargamiento de jornada, destajo, incumplimiento de los convenios), aprovechando la indefensión de las personas inmigrantes, especialmente las mujeres contratadas en origen. Al tajo de la rica fresa van mujeres pobres, cuyos patronos ejercen sobre ellas su dominio empresarial y machista.

La competencia del mercado global provoca la sustitución de las zonas de cultivo tradicional por las de mayor ventaja para los mercados internacionales: de Aranjuez o California a Huelva y de Huelva a Marruecos. Las empresas más grandes y competitivas movilizan sus capitales a las nuevas regiones productoras, contribuyendo así a la continua bajada de los precios y al excedente de producción que arruina a las explotaciones más pequeñas.

Como consumidor@s responsables debemos plantearnos si tenemos o no derecho a consumir todo el año una fresa amarga que nos convierte en cómplices de la explotación de l@s trabajador@s y la destrucción de la naturaleza.