La leche que no tomo (I)

Nutrientes de la leche y nutrición hu­mana

La leche es el producto integral del ordeño total e ininterrumpido en condiciones de higiene, que da la vaca lechera u otros mamíferos como la cabra o la oveja, en buen estado de salud y alimentación y sin ningún tipo de aditivo. En este artículo nos vamos a ocupar de la leche de vaca y de sus aspectos menos conocidos.

En cuanto a las vitaminas, la leche contiene, tanto del tipo hidrosolubles como liposolubles, aunque en cantidades que no representan un gran aporte. Entre las vitaminas que más se destacan están la riboflavina y la vitamina A.

Existe mucha controversia con respec­to al consumo de leche y lácteos. Esta controversia procede del campo de la inves­tigación y la medicina. Algunos estudios demuestran que la leche no es un alimento que el ser humano digiera con facilidad. Otros, justifican la tendencia de algunos profesionales de la salud, la publicidad y las industrias lácteas a recomendarnos el consumo indiscriminado de leche y sus derivados. Esta última opinión es consen­suada por la gran mayoría de la población. Sin embargo, aumentan los problemas de salud relacionados con la leche de vaca. Puede ser que estos problemas se vean agravados por el maltrato que reciben los animales cuando se les exige más y más producción de leche y por las condiciones en las que viven. Pero, sea cual sea su procedencia -ecológica o no- nuestro cuerpo no está diseñado para tomar otra leche que la materna. La leche de vaca tiene sus inconvenientes: no es el alimento perfecto (excepto para el ternero que la toma di­rectamente de su madre), no es necesaria para nuestro bienestar y, en algunos casos, está totalmente contraindicada.

Siempre hemos considerado la leche como un alimento imprescindible en nuestra dieta. Hemos crecido con ella y con la insistencia de nuestras madres en que debíamos tomar “mucha leche” para crecer más. Entre nuestros pue­blos de raza caucásica, ganaderos desde hace prácticamente 10.000 años, esto es así. De hecho, es el alimento más con­sumido en España y en otros muchos lugares de nuestra cultura occidental. Sin embargo, en otras poblaciones se da un consumo de leche muy pequeño. En Oceanía se empezó a consumir en 1788 con la llegada de los ingleses y en Amé­rica en 1492. En Asia y África Central no se consumen lácteos y -por su poca adaptación a este alimento- son intole­rantes al mismo. Nosotros estamos me­jor adaptados porque hace tiempo que la consumimos , aunque esta adaptación es parcial porque es muy difícil de digerir. Hay personas a las que les gusta mucho, también hay muchas alergias e intoleran­cias a este alimento tan poco afín a nues­tra fisiología. El 85% de la población de nuestra raza tiene una adaptación gené­tica a los efectos inmediatos del consu­mo de leche, pero la adaptación a largo plazo está comprometida por la cantidad de problemas de salud que se relacionan con su consumo masivo y continuado.

No existe en el mundo natural nin­gún animal que tome la leche de las ubres de otro mamífero. Cada leche está diseñada para alimentar a las crías de esa especie. Todos los anima­les dejan de mamar cuando se termina su período de cría y no lo hacen más. Sólo nosotros creemos que necesita­mos tomar lácteos durante toda la vida y utilizamos para ello a un animal muy grande en tamaño y proporciones cuya leche es completamente diferente a nuestra leche materna.

Como podemos ver en el cuadro “apor­te nutricional de la leche” está compuesto por agua, proteínas, azucares, vitaminas, minerales y grasas en las proporciones necesarias para que la cría respectiva siga un proceso normal de crecimiento. Un ter­nero duplica su peso a los cuarenta días de nacimiento y un bebé humano cuando ha cumplido los seis meses de vida. Tanto la leche de vaca como la materna tienen dos proteínas predominantes, la albúmina y la caseína. Pero la composición de la leche de vaca es de muy poca albúmina y mucha caseína. La leche materna humana tiene un porcentaje muy pequeño de caseína y muy grande de albúmina. Además, la ca­seína y la albúmina de ambas son diferen­tes. La leche materna tiene beta caseína y alfa albúmina y la leche de vaca tiene alfa caseína y beta albúmina. Por tanto, cuan­do tomamos leche de vaca, el organismo reacciona frente al ingreso de una proteína (antígeno) que desconoce, lo que acarrea una respuesta inmunológica. Cuando la in­gesta de leche es esporádica no pasa nada. Pero, cuando tomamos leche de manera habitual, esta exposición a antígenos ali­mentarios trae consigo un debilitamiento del sistema inmune. Una de las tareas del intestino es evitar el paso de todos estos antígenos a la sangre para lo cual la mu­cosa intestinal genera anticuerpos. Como la demanda de anticuerpos es enorme, el intestino no puede hacerse cargo de todos ellos, lo que provoca respuestas alérgicas de todo tipo y otros problemas.

¿Qué ocurre cuando, lejos de nuestro período de lactantes, consumimos leche de vaca? O ¿Qué les ocurre a los niños cuando toman leche de vaca? Lo primero, que no somos capaces de digerir la alfa ca­seína. Por un lado, la leche neutraliza los ácidos del estómago necesarios para dige­rir las proteínas. Por otro, la enzima renina que sirve para romper las proteínas de la leche se pierde con la edad, esto hace que se queden péptidos (moléculas grandes) sin digerir, que acaban siendo expulsadas. Para que eso ocurra el intestino se hace permeable y todas estas moléculas gran­des salen hacia el torrente sanguíneo. El síndrome del intestino permeable es muy común en el mundo occidental. Tiene mu­cho que ver con la ingestión de alimentos proteicos que no son fisiológicos y, por su­puesto, con la mala dieta en general.

Si la mucosa intestinal es excesiva­mente permeable y las moléculas extra­ñas no son neutralizadas, el hígado tiene que desactivarlas. Pero, si el hígado está sobrecargado pasan al bazo y si la acti­vidad de ambos se hace insuficiente, se depositan en la pared de los capilares y en el líquido extracelular para ser expulsados por la orina, lo que sobrecarga los riñones, quedando expuestos a diferentes proble­mas de salud.

El mayor problema de la proteína láctea es su poder alergénico. Cuando la vaca acaba de ser ordeñada, la leche es un fluido aséptico pero, al poco tiempo, se convierte en un cultivo de bacterias, virus y microorganismos, lo que obliga a someterla a procesos de pasteurización, homogenización, esterilización o UHT que matan a toda esta población microbiana, pero no la eliminan de la leche. Las bacterias muertas permanecen en ella y deben ser neutralizadas por nuestro sistema inmune. Con los procesos de calentamiento y enfriamiento brusco, se destruyen enzimas y nutrientes, lo que empeora aún más su calidad alimenticia.

La caseína, proteína más abundante en la leche de vaca, es la más antigénica, y sólo es digerible en un 40%, lo que fa­vorece gases, estreñimiento y permeabi­lidad intestinal. Como parte de esta mo­lécula no se digiere, las grandes cadenas de caseína no desdoblada actúan como pegamento que se deposita en las pare­des intestinales, dificultando la absorción de nutrientes y generando fatiga crónica e inflamación intestinal. Por otro lado, los fragmentos más pequeños atraviesan las paredes del intestino y una vez en el flujo sanguíneo producen asma, sinusitis, aler­gias, artritis, diabetes, nefrosis, infeccio­nes, incremento de mucosidad y estruc­turas densas en el aparato reproductor femenino…Varios científicos afirman que la causa principal de alergias alimentarias en el mundo es la leche de vaca.

La lactosa es el azúcar de la leche. Está compuesta por glucosa y galactosa y es producida únicamente por las células de las glándulas mamarias. Este disacárido debe ser descompuesto en monosacáridos (glu­cosa y galactosa) para ser absorbido desde el tracto intestinal hacia el torrente san­guíneo. Esta acción es llevada a cabo por una enzima, la lactasa, que disminuye con la edad. Hoy se sabe que la mayoría de las personas con más de cuatro años de edad presentan intolerancia a la lactosa y desde el año y medio a los cuatro años se pierde casi toda la efectividad de la lactasa. Si la cantidad de lactosa presente en la dieta excede la capacidad de la lactasa produ­cida por el intestino, la lactosa queda sin digerir y prosigue hacia el intestino grue­so. Allí, por un lado, las bacterias actúan sobre ella fermentándola y produciendo un gas, el dióxido de carbono, y un ácido, el ácido láctico. Por otro lado, las molécu­las de lactosa provocan también un flujo de agua hacia el intestino. La presencia de gas y agua en el colon ocasiona dolor abdominal, hinchazón, eructos, flatulen­cia y calambres e, incluso, puede producir diarrea. Y no es que la leche no presente beneficios nutricionales sino que estos se pierden cuando un individuo con lactasa deficiente toma leche. Los yogures y los quesos son más fáciles de digerir porque, en la fermentación, parte de la lactosa se descompone en azúcares simples. Hay in­dividuos que pueden digerir bien la lacto­sa. Sin embargo, aunque se conserve esta capacidad, se está expuesto al efecto de la galactosa resultante, que se ha asociado con el incremento del riesgo de cataratas (Dr Simoons) y cáncer de ovario e infertili­dad… (Dr. Daniel Cramer –Harvard).

La leche humana contiene un 45% de lípidos de los cuales un 55% son ácidos grasos poliinsaturados y el resto ácidos grasos saturados y, sobre todo, tiene áci­do linoleico un potente antiinflamatorio. Sin embargo, en la leche de vaca, las pro­porciones cambian a un 70% de saturados y un 30% de poliinsaturados, estructura que favorece la inflamación. Además, ese 30% de poliinsaturados pierde sus pro­piedades con el calor de los procesados industriales y ya no pueden ser precur­sores de sustancias antiinflamatorias. La pasteurización y la homogenización pro­vocan que las grasas saturadas, así como el colesterol, atraviesen las paredes intes­tinales y aumenten su proporción en san­gre, empeorando la calidad de las arterias al deteriorar su recubrimiento interno. Por este motivo, en algunos países se ha retirado la leche de la lista de alimentos recomendados para la dieta.

Existen otras conexiones entre el con­sumo de leche y las enfermedades coro­narias pero, no debido a las grasas o el co­lesterol sino a la lactosa que es convertida en galactosa por el organismo (Dr. David Gordon “Milk and Mortality y Dr. Segall y colaboradores) o a un componente enzi­mático de la leche, la xantino- oxidasa. Se cree que las proteínas de la leche pueden tener que ver con los mismos problemas coronarios. La comunidad científica está más o menos de acuerdo en que las gra­sas de la dieta actual (grasas trans) y el colesterol, tan disponibles y abundantes en los lácteos, son un factor fundamen­tal para el desarrollo de estas patologías. Tanto adultos como niños consumen una gran cantidad de lácteos siendo las grasas presentes en ellos muy nocivas. Podría­mos pensar que esto no tiene importan­cia puesto que la mayoría de la población toma leche desnatada (0.18% de grasa) o semidesnatada (0.52% ). Pero aquí sur­gen otros problemas: 1.- al retirar las gra­sas, la proporción proteica y de azucares correspondiente se incrementa y, como hemos visto, tanto la proteínas como los azucares de la leche de vaca se digieren muy mal; 2.- con los procesos que se si­guen para retirar las grasas de la leche, se pierden más nutrientes y vitaminas; 3.- se consumen productos lácteos que contie­nen mucha grasa: natillas, flanes, yogu­res, mantequillas, quesos…así que lo que quitas, lo acabas poniendo porque la gra­sa que se retira de la leche es la misma que se utiliza para elaborar estos productos.

Tanto las proteínas, como las grasas o los azucares de la leche se han relaciona­do de igual manera con el aumento en la incidencia del cáncer. Se ha comprobado que el consumo de productos lácteos in­crementa las concentraciones en sangre del factor de crecimiento 1 de tipo insu­línico (IGF-1). Esta hormona es el factor de crecimiento que, unido a las proteí­nas, promueve el crecimiento natural en los terneros, pero su exceso es muy perjudicial para el ser humano ya que po­see propiedades mitogénicas sobre las células epiteliales. Diversos estudios han mostrado una fuerte asociación entre la IFG-1 y el riesgo de cáncer, especialmen­te de mama, próstata y ovario. Los inves­tigadores afirman que los estrógenos de la leche pueden estimular la secreción de IFG-1 y dar lugar a un crecimiento tumo­ral indirecto a largo plazo. De hecho, el clásico quimioterápico en el cáncer de mama (Tamoxifen) es usado para contro­lar la IFG-1. Sería por tanto de gran ayu­da desaconsejar la leche y los lácteos a pacientes con estos problemas de salud. La doctora Jane Plant en su libro ”Tu vida en tus manos” explica su recuperación de un cáncer primario de mama con metás­tasis y recidivas , simplemente cambian­do su dieta y excluyendo completamente los lácteos. Hay muchos estudios que evidencian el efecto beneficioso de los cambios de hábitos alimenticios para la recuperación de la salud.

Lucía Madrigal García

Fuentes:

“Don´t drink your milk” Frank O. Oski. Ed Teach. N.Y. 1982.

“Milk, the deadly poison” Robert Cohen. Ed Argus Publis­hing. N. Y. 1998.

“El equilibrio a través de la ali­mentación” Olga Cuevas. 9ª Edición, enero de 2010.

“El Mito de las Carencias” Néstor Palmetti. 2ª Edición, di­ciembre de 2011.

“Nutrición vitalizante” Néstor Palmetti. 7ª edición, diciem­bre de 2012.

“Leche que no has de beber” David Román. 1ª edición en 2010.

“Tu vida en tus Manos” Jane Plant.   RBA libros, S.A. 2001

Continuará en Tachai 46 “La leche que no tomo. El mito del calcio”.

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